LA CARACOLA

07.01.2017 00:00

 

 

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NOTA 2

 

www.youtube.com/watch?v=i4psd1p3L6E

 

    

     «¡Qué mundo!», dicen los mayores. Y no se equivocan. Qué contrastes. Hay instantáneas que impresionan, que impactan con la fuerza casi física de un tortazo en plena sensibilidad. Recuerdo un par de ellas:

 

 

     Un cadáver frente a la sombrilla, 2000. De Javier Bauluz (cadenaser.com/emisora/2016/07/08/radio_sevilla/1467964892_861132.html). Zahara de los Atunes, Cádiz. Me pregunto quién sería el muerto y me pregunto, sobre todo, quiénes serán los impasibles bañistas: fuera de la nevera, se les va a calentar la Coca-Cola.

     La segunda imagen también sacude:

 

 

     Sin título conocido, 5 de mayor de 2006. De Juan Medina (www.bbc.com/mundo/noticias/2015/04/150427_migrantes_fotos_juan_medina_men). Playa de Gran Tarajal, Fuerteventura. La señora del bañador azul señala el agua, atraída quién sabe por qué. Mientras tanto, a su derecha...

     Hiperconectados, cualquier sitio, cualquier punto contiene, como el aleph de Borges, todos los demás. Así, el desastre, cualquier desastre, está a la vuelta de la esquina. Todo, queramos verlo o no, de una manera u otra, nos incumbe.

     A ti también, cazador de pokémones. Por eso, los niños sirios se ven en la necesidad urgente, urgentísima, de seguirte el juego, nunca mejor dicho, y transformarse en la cabra del titiritero que renuncia a su dignidad para atraer tu atención:

 

www.elmundo.es/f5/2016/07/21/5790d6d9e5fdead7738b4587.html

 

     ¿No te sonroja semejante obscenidad? A mí, sí. Ellos, los desheredados, aunque seguramente no lo creas, no son solo ellos. También eres, podemos ser, nosotros. Tu familia o la mía, tú o yo... Nos tranquiliza pensar que lo controlamos todo. Pero no es así. Esa supuesta tranquilidad es tan engañosa como la creencia en la que se fundamenta: no controlamos nada, absolutamente nada. Somos, por así decirlo, también náufragos en el mar de las circunstancias, y un simple cambio en la dirección del viento (político, económico...) puede convertir el sentido figurado de la metáfora en el contexto más atroz. Si no sabes nadar ni encender fuego, aprende: por sí mismas, las matemáticas o la música, por ejemplo, no flotan ni calientan. Y a los muertos, encima, aún habiendo sido Pitágoras o Beethoven, les sirven de poco.

     Si tuviera hijos, estaría aterrado: les metes en la cabeza un mundo ideal, como el de Aladino, y luego les abres la puerta de casa para que salgan a la jungla infestada de caínes que es el auténtico mundo: «¡Hala, nene: pórtate bien y estudia! A ver si Dios quisiera que la bondad y los conocimientos te sirvan para algo. Amén». Asusta, incluso, sin tener descendencia propia.

     Los mayores no se equivocan, no.

     Parecen coincidir, qué náusea, con el escritor Aldous Huxley: «¿Y si este mundo fuera el infierno de otro planeta?».

 

 

 

 

NOTA

 

     Alguien me ha dicho que ha llorado con la lectura de La caracola. Lo siento, pero también me alegro.

    Lo siento por las lágrimas. Me alegro por haber conseguido, al menos con una persona, mi pretensión: crear emociones con las palabras. Si escribes, creo que no puedes conseguir mayor éxito.

     Siendo pretencioso, espero haber despertado también una conciencia, acaso dormida, no lo sé, respecto a un tema tan espeluznante como es el de los refugiados, sean éstos de donde sean y huyan adonde huyan. Ningún origen ni destino, geográficos o de cualquier otro tipo, deberían ser mejores ni peores que otros. Tampoco, como reza una de tantas frases que circulan por Internet, ninguna persona debería ser ilegal.

     Parafraseando a Martin Luther King, tengo un sueño. Ese sueño. ¿Soy un idealista? Sí. Prefiero ser un idealista con iniciativa antes que un realista resignado. O indiferente, que aún es peor.

     Pessoa decía que uno es del tamaño de lo que ve. Del tamaño moral de lo que quiere ver. Porque uno mismo, con sus acciones y omisiones, también construye esa realidad vista. Así, entre muchas otras cosas, la resignación y la indiferencia también hunden pateras y ahogan refugiados.

     Y yo me niego a ser tan pequeño. Aporto, como digo, la historia encerrada (susurrada) en La caracola. Será mucho o será poco. No lo sé. Pero, de momento, ha emocionado a una persona hasta las lágrimas y ha despertado, quizá, su conciencia.

     A mí me parece muchísimo.

     A veces, leer duele.

     Y escribir, también.

 

 

 

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